domingo, 15 de agosto de 2010

SEGURIDAD: ¿Que hacemos ante la inseguridad?



“El que gana un combate es fuerte, el que vence antes de combatir es poderoso. La verdadera sabiduría es vencer sin combatir”

Anónimo

Cuando un observador reflexiona sobre lo que significa ser un ciudadano, una de las imágenes que se destaca es la de una predominante inseguridad. El sentido de la vulnerabili­dad que existe entre los ciudadanos se extiende a cada faceta de sus vidas, abarcando desde preocupaciones sobre el empleo y el cuidado de la salud, hasta percepciones que van de mal en peor sobre la degradación ambiental y la seguridad personal. Pero en si la realidad de América Latina, no sólo nos ha permitido observar con meridiana claridad la situación de indefensión en la cual se encuentran los ciudadanos, frente al problema de la inseguridad, sino también constatar el divorcio entre el Estado y la Sociedad.

Por ello hablamos de “seguridad del ciudadano”, aunque la frase en sí misma puede no ser utilizada en la conversación cotidiana entre la multiplicidad de los pobladores, ella refleja un sentimiento que se comprende y se expresa en niveles anecdóticos: la problemática de viajar con seguridad desde el hogar hacia el trabajo o la escuela, el temor a ser atacado en su propia residencia, una desconfianza severa en las instituciones responsables de la seguridad pública (la policía, los militares, el sistema judicial, etc.), y el sentido de vulnerabilidades crecientes contra una violencia aparentemente incontrolable, entre otras preocupaciones.


Mientras la delincuencia, la violencia y otros factores alcanzan niveles nunca vistos, el asunto de la seguridad -o la inseguridad- del ciudadano se han convertido en un tema constante en el quehacer cotidiano de los pobladores. La extensión de la violencia se ha desbordado en un clima generalizado de criminalidad.

En si las cifras sobre delincuencia, criminalidad, victimización y otros, muestran lo que simplemente es la magnitud absoluta de diversos tipos de violencia, ya sea doméstica, comunitaria, so­cial, política, o económica. Ellas señalan un asunto que es mucho más profundo y que se encuentra en la médula de la creciente preocupación por la disminución de la seguridad ciudadana.

Es importante distinguir, entre las razones del porqué hemos sido incapaces de controlar esta oleada creciente de violencia. Podemos señalar sin embargo que la incapacidad del Estado es un resultado de las dimensiones geográficas tanto como de las deficiencias e incompetencias institucionales.

No es lo mismo comparar Lima con Puno, Piura con Arequipa, Amazonas con el Callao, ya que el desplazamiento de la delincuencia (es decir, contrabando, narcotráfico, violencia familiar y otros) ha abrumado a las instituciones y otros rela­cionados con el mantenimiento de la seguridad del ciudadano. Sería en­gañoso, y además incorrecto, comparar a dichos Departamentos entre sí por que cada uno tiene una problemática diferente y en algunos casos el problema es la inhabilidad de poder rectificar el problema de la violencia y el crimen, que au­mentan vertiginosamente: el primero tiene desventajas por su tamaño y escala, mientras que las ineficiencias institucionales y las debilidades estructurales del último han minado su capacidad de respuesta.

Aparte de la extensión de la delincuencia, el tamaño del país y su vasta geografía también ha condicionado la seguridad de los ciudada­nos en términos de los efectos que los programas han tenido sobre los índices domésticos de criminalidad.

A pesar de distinguir entre las fuentes de violencia de los distritos de Huancavelica con los de Lima o el Callao, los resultados destructivos son iguales, sin importar el tamaño. El efecto mul­tiplicador de la violencia y la criminalidad excesivas -los desbordamientos negativos económicos, políticos y sociales- es casi incalculable cuantitati­vamente. En términos económicos, el costo del crimen se refleja en el Producto Bruto Interno (PBI), si uno considera la destrucción y el traslado de recursos resultantes. Si simplemente se considera la partida del presupues­to público asignada a la Policía y las Fuerzas Armadas, instantánea­mente las implicaciones financieras del problema -para cada región geográ­fica que ya padece una escasez de recursos- son dimensionadas. Podemos señalar que el presupuesto para Defensa es mayor que para la Policía, teniendo en consideración que la inversión en las FFAA son para actividades de control externo, pero la Policía va a la par con la que se separa para gastar en la salud y la educación, respectivamente. Además, el crimen y la violencia entorpecen el crecimiento económico y la reducción de la pobreza debido a sus efectos en los capitales, material humano y social, y también perjudican la capacidad de gobierno.


En términos políticos, la insensibilidad del Estado de proveer seguridad pública a sus ciudadanos, a través de una policía eficaz e instituciones eficientes, ha resultado en la pérdida de su legitimidad. Existe la tendencia a ver como debilidad la incompetencia del Gobierno para responder apropiadamente a la delincuencia, mientras que al mismo tiem­po el uso constante de la fuerza pública para combatir la violencia (es decir, respondiéndole a la violencia con más violencia) lo coloca bajo una luz de ineficiencia y carencias democráticas. La percepción de que el Estado le ha fallado a la sociedad en sus deberes explícitos se agrava especialmente cuando las instituciones dotadas para proteger y preservar la seguridad pública se convierten en las fuerzas mismas que la minan.

Por otro lado, en nuestra región el crimen violento, la violencia delincuencial y la violencia juvenil llegan a producir, en algunas ciudades, verdaderos espacios urbanos de guerra social cotidiana; áreas de una violencia sin causa ni fin. Pero además, la expansión de la criminalidad, ha evolucionado de la mano con un creciente desorden público e inseguridad pública y ciudadana, como lo demuestran los diferentes estudios de este fenómeno elaborados en distintas ciudades del Continente

Podemos señalar diversos casos que son representativos del problema estructural y generalmente histórico, donde la fuerza pública es a la vez el actor principal en la pro­tección de la sociedad, y en la perpetración de la violencia contra esa misma sociedad.

Ese fracaso del Estado en el cumplimiento de su deber público de mantener el orden social ha conducido a un fenómeno creciente y pertur­bador lo que conlleva: al surgimiento de fuerzas de seguridad privadas. Ya sean Serenos, Ronderos, Comités de Autodefensa o la Guardia de Seguridad contratada que monito­rea un edificio de departamentos, una cuadra o un barrio; esas fuerzas colectivas en algunos casos solo han empeorado el asunto de la inseguridad. Debiendo siempre de tener en cuenta que como la violencia gene­ra más violencia, el exceso de seguridad privada genera más inseguridad. En muchos casos, esa “privatización” de la segu­ridad ha conducido a políticas locales de seguridad ciudadana desarticu­ladas, incoherentes e inconsecuentes. Además, los sectores más pobres de la sociedad son los que más sufren dada su carencia de recursos para proveer su propia seguridad. Cuando el Estado abandona su deber de proteger a los ciudadanos se agrava la ya cruda vulnerabilidad de los pobres, quienes como grupo social constituyen la mayor parte de la población en el país.

La última dimensión de la delincuencia está relacionada con su dinámica so­cial. Demasiado a menudo el asunto de la corrupción y del delito de alto vuelo se pierde en el debate inmediato sobre el número de homicidios o la tasa de criminalidad. Sin embargo, tales actos de delincuencia hablan directamente de la fracasada capacidad de las instituciones diseñadas para apoyar el aparato estatal.

Pero sin embargo, es necesario señalar que la presen­cia de la corrupción y el grado en que resulta endémica en una sociedad amenazan al propio Estado debido a su naturaleza estructural. La incorpo­ración de prácticas corruptas en el comportamiento y las normas sociales -a través de las ahora bien conocidas características del clientelismo, el corporatismo, y el patrocinio- refleja una construcción social que acoge la criminalidad, o que es por lo menos reticente a comba­tirla.

Existe una interacción negativa innegable entre la violencia, el capital social, y el desarrollo económico. Como en una reacción en cadena, una escalada en los índices de violencia y crimen, generalmente asociados a condiciones económicas deteriorantes destruye el capital social al erosionar la sociedad. Al mismo tiempo, precisamente las estructuras sociales son indispensables para enfrentar y frustrar la inseguridad creciente y, más importante, para promover el desarrollo económico de un país, el cual a la larga romperá uno de los vínculos principales del ciclo de violencia: el económico. Estudios recientes sobre este tópico, así como datos de observación, subrayan las importantes implicaciones de garantizar la seguridad ciudadana para todos los miembros de una sociedad.

Por otro lado, los sentimientos de vulnerabilidad y de carencia de seguridad pública son más bien una percepción que una realidad inmediata, los efectos sobre la sociedad y el Estado son iguales: la desinte­gración del tejido social de una ciudad o de un país, instituciones debilita­das (específicamente los sistemas judiciales y penales), y pérdida de la legitimidad política de un gobierno, o aún peor, de una nación entera.

Durante las últimas dos décadas ha habido una tendencia innegable al empeoramiento de la inseguridad. Esto ha sido lo más notable en la “regionalización” del crimen (es decir, el tráfico de de drogas, contrabando, y de vehículos robados) y en la percepción de los ciudadanos de que este es uno de los principales problemas sociales, solo sobrepasado por las preocupaciones económicas. Como resultado de la declinación aparentemente perpetua en la seguridad pública, se deben encontrar nuevas perspectivas y modelos. Tenemos que pensar en alejarnos de las soluciones puramente preventivas y vengativas que han dominado el área de la seguridad ciudadana, e incorporar una orientación dirigida más hacia lo “situacional” y lo “social”. Donde la noción de “seguridad ciudadana” se debe amplificar para equiparar la seguridad con la protección de la libertad, de los derechos humanos, de la democracia, y del orden público.

Es pertinente señalar que la dinámica urbana de la violencia es diferente a la rural y dentro de ella misma cada espacio es diferente, es por ello que los ciudadanos que residen en las ciudades sus efectos de la violencia son múltiples. Su incremento ha conducido a una transforma­ción del paisaje (el muro de separación de las vecindades en “ricas” y “pobres”), a un empeoramiento de la salud física y mental de los habitantes de la ciudad (desórdenes nerviosos y de ansiedad, así como infecciones respiratorias), a la erosión de la ciudadanía y de la socialización, y a la guachimización de los barrios. En este sentido, la población se ha convertido en “víctima colectiva”. Sin embargo, el empeoramiento de la violencia no se puede clasificar como un suceso puramente urbano, ni se puede correlacionar con la magnitud geográfica de la ciudad. Para atacar las raíces del problema, es necesario incorporar al público en general a la batalla contra la violencia.

Se piensa que la implemen­tación de la policía comunitaria de un reciente modelo de seguridad pública pueden ser múltiples, por ello se exhibe el mismo deseo de fomentar relaciones civiles-policiales mejora­das. El modelo de la policía comunitaria -que se ha adoptado ya en Colombia, El Salvador, Guatemala, Haití y Venezuela- implica la amplifi­cación del mandato tradicional del policía, de fuerza puramente reactiva, a tener un papel civil creciente en la sociedad. En este sentido, se pone un mayor énfasis en sus funciones preventivas que en sus respuestas reactivas o vengativas.

En la temática de inseguridad ciudadana, el Estado ha perdido el control sobre el monopolio de la violencia y es cada vez más incapaz de combatir con eficacia la usurpación de este poder por indivi­duos, cuadrillas criminales, traficantes de droga, y aun por representantes del Estado, es decir, los militares, la policía, los funcionarios gubernamen­tales, entre otros. Es por ello que la percepción resultante del “caos” solo ha reforzado la característica de ser una cultura autoritaria. Además, la incapacidad de los Estados de dar una respuesta oportuna y democrática a los pedidos de seguridad por parte de la sociedad, ha llevado a la pérdida de la credibilidad de los habitantes en sus propios Estados y al incremento de la ilegitimidad de las instituciones.

Por otro lado, a pesar de los esfuerzos significativos que se puedan hacer, en algunos casos miembros de la Policía generan situaciones que los compromete seriamente en el ámbito delincuencial y ello generalmente va a llevar a una imagen de función negativa. Lo que se tiene que hacer es mirar hacia las necesidades del pueblo y no las del gobernante de turno. Por ello es necesario establecer una fuerza policial independiente, que con lleva al pensamiento combinado con el papel histórico de la policía y ayuda a explicar el porqué un cuerpo auténticamente civil tiene todavía que ser acuartelado para preservar la seguridad ciudadana.

Teniendo en consideración lo anotado, es necesario bosquejar las estructuras legales y los marcos institucionales que han condicionado el asunto de la seguridad ciudadana, para ello debemos apoyarnos en la Consti­tución como el prisma a través del cual se considera el debate. Para una democracia nueva, existe el doble desafío de resolver eficazmente los problemas del conflicto social, como es evidente en el crimen y la violencia, sin dañar la existencia del Estado de derecho. La modernización del Estado no ha podido modificar la visión de la policía funcionando como una fuerza de alta seguridad, que puede excluir la participación de la comunidad. Para ello hay que considerar que las nuevas estructuras institucionales, desde la policía hasta los códigos legales que se le aplican, necesitan ser reformuladas para la seguridad ciudadana.

Queda por reflexionar sobre cómo vamos a alcanzar alguna vez el futuro de la ciudadanía, la seguridad personal y nuestro rol en la democracia, si las sociedades continúan perdiendo la batalla contra la criminalidad, generación tras generación. Por ello, es necesario establecer como lo han dicho varios analistas, como el colombiano Alvaro Camacho que coinciden en cuestionar las políticas de seguridad que trazan algunos Estados, en las cuales pareciera que su preocupación no fuera tanto la seguridad de las personas, sino la seguridad del propio Estado, incluso por encima de los intereses de la ciudadanía y en contra de ella misma.

Por ello, tenemos que buscar soluciones efectivas que permitan confrontar el crimen y la violencia. Con miras a esos fines, la noción de “seguridad ciudadana” tiene que ser equiparada con la protección de la libertad, los derechos humanos, la democracia y el orden público. De manera similar las causas de la “inseguridad ciudadana” han de ser identificadas, si se quieren crear soluciones efectivas para el problema. Debiendo de incluir no solo actos criminales contra el individuo, sino también la violencia institucionalizada, la conducta ilegal, la ausencia de controles, y la carencia de protección social, así como la perpetuación de enclaves autoritarios.

El reclamo de un nuevo entendimiento de los componentes de la seguridad ciudadana y las fuerzas que la amenazan debe ser visto como un proceso que conserva siempre la promoción de los derechos civiles como meta final. Si no la sociedad crea métodos para combatir el crimen que realmente debilitan el orden sociopolítico que se supone debe ser protegido. En este sentido, la decisión de establecer un estado de emergencia o de sitio, en vez de un estado de leyes, como respuesta al incremento del crimen y la violencia, a la larga solo servirá para perpetuar la inseguridad. Experiencias anteriores sugieren mantener el delicado equilibrio entre la preservación del orden público y la promoción de los derechos civiles como el mejor paso, aunque sea un reto especialmente difícil para la sociedad que apenas han retornado a un régimen democrático.

Cuando se discuten recomendaciones sobre políticas de seguridad ciudadana, se debe adoptar un enfoque de análisis y evaluación que pueda responder a las necesidades de cada zona de manera indivi­dual. Ya que, la dimensión y la naturaleza de dicha zona es lo que a la larga condiciona la efec­tividad de las respuestas políticas a las antes mencionadas causas de la inseguridad ciudadana. Desde el punto de vista de las políticas, sería ina­propiado y de poca visión tratar a todas los sectores como a una misma entidad. Cada una tiene una dinámica histórica, cultural, institucional y geográfica propia, que amerita reconoci­miento e incorporación en las políticas que son formuladas e implementa­das. Por ejemplo, no se puede esperar que las soluciones para enfrentar el incremento del crimen en Madre de Dios sean aplicables a la ola de criminalidad en Lima. De la misma manera que las causas que originan la violencia en ambos departamentos son divergentes, asimismo lo son las razones de la inhabilidad del Estado para combatirlas.

No obstante, se puede realizar un estudio comparativo de varias experiencias regionales, departamentales, provinciales o distritales, que desde ya sugiere la existencia de características, así como deficiencias, comunes entre ellas, que indican posibles opciones de políticas. Para comenzar, en todos los casos podrán aparecer un enfoque desde abajo hacia arriba que involucra a la sociedad civil como la única vía de llegar a la raíz de las causas de la creciente criminalidad y violencia. Este proceso debería comenzar con el fortalecimiento de las instituciones demo­cráticas sobre dos ejes principales: las reformas dirigidas a modernizar los códigos institucionales y legales, es decir, aquellos relacionados con las fuerzas civiles policiales y al sistema judicial, y una mejor coordinación interinstitucional entre las organizaciones dotadas de un diseño de políti­cas afines a escala nacional (como el Poder Legislativo), además de actores sociales como lo son los medios de comunicación, que contribuyen directa­mente a la forma como la ciudadanía percibe el problema.

El mensaje contenido aquí es que la asunción de una visión integrada de la seguridad ciudadana -con los intereses de la sociedad civil en el centro y un reconocimiento realista de las fuerzas que la amenazan- posibilitará la reformulación del modelo institucional que actualmente caracteriza a los sistemas de seguridad, judicial y penal. Solamente así podrán ser echadas las bases que les permitan a los ciudadanos y las ciudadanas avanzar más allá de la violencia e inseguridad que actualmente nos rodea.

David Carhuamaca Zereceda - Policía Nacional del Perú - Ingeniero en Estadística e Informática - Instructor en Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario certificado por el Comité Internacional de la Cruz Roja.

Rivera Paz, Carlos. “Hacia una Política Pública de Seguridad”. Junio 2002.

Banco Mundial. “El Crimen y la Violencia como Problemas para el Desarrollo en América Latina y el Caribe”. Río de Janeiro, 1997.

Piqueras, Manuel. “Buen Gobierno, Seguridad Pública y Crimen Violento”. Instituto de Defensa Legal. Lima, 1998, pág. 13 y 15.

Angarita Cañas, Pablo Emilio. “La Seguridad Ciudadana: Nuevo Reto en la Defensa de los Derechos Humanos. Junio 2002.

Camacho, Alvaro. “Seguridad: ¿Para el Estado o para la gente?”. 1994

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